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México 86 desde la óptica uruguaya

Por Marcelinho Witteczeck
lostribuneros@gmail.com

Llevaba años viviendo en Montevideo. Muy atrás quedaron mis primeros pasos, mi primer golpe al balón y mis primeras palabras en portugués. El hecho es que para 1986 vivía en Uruguay, la tierra de mis viejos.

Todo me era familiar, hasta el idioma español ya que mis padres lo hablaban en casa, entonces, mi identidad y devoción por el seleccionado charrúa era algo natural.

Brasil, mi país natal poco me importaba, era solo una cosa de documento, lo que me volvía y vuelve loco es cuando juega la celeste, viva donde viva, aunque tenga hijas en Argentina.

Para ese 1986 yo estaba en la escuela técnica, recuerdo que tenía casi 14 años. Soñaba con ver a la Celeste levantando el trofeo, equipo había, pero las noticias que llegaban desde México no eran buenas: falta de adaptación a la altura, problemas con la comida, un Omar Borrás ultradefensivo, que Uruguay pegaba como locos, en fin.

Por fortuna por aquellos tiempos estudiaba por la mañana, es decir que me daban los tiempos para «volar» desde el barrio La Unión hacia mi casa ubicada en Palermo. Salía de la escuela técnica, me tomaba el trolebús y en un ratito, si éste no se «desenchufaba» o quedaba sin electricidad, estaba frente al televisor.

El partido con Alemania, el debut. La Celeste se jugó la vida, metió como loco y hasta comenzó ganando 1-0, luego se fue quedando hasta que los germanos occidentales equilibraron el marcador y nos robaron un punto de oro. Vale recordar que en esa época no se aplicaba la puntiación inglesa que utilizamos hoy, sino que el ganador se llevaba dos puntos.

Ese empate que ligaron los teutones avivaron las esperanzas de muchos, especialmente la mía. Veía a los jugadores como gladiadores capaces de desplegar sus habilidades tales que esa Copa del Mundo, sin dudas iba a terminar en Montevideo.

Seguían llegando informaciones sobre una persecución al plantel, con eso machacaban; que el equipo no se adaptaba a la altura y a la alta temperatura, como si fuese la única selección que lo padecía; que Borrás era un mediocre que solo sabía especular y que sólo pensaba en jugar con «doble stopper».

Era apenas un adolescente y por lógica habían cosas que se me escapan. Oía a mis vecinos decir que Dinamarca era frágil, que estaba formada por aficionados, e incluso, un relator famoso, muy escuchado, llegó a calificar a los daneses como «endebles».

Lleno de júbilo y esperanza, junto a mi familia, nos preparamos pare presenciar un partido que en la previa pintaba para accesible y que permitiría casi meternos en octavos de final. Dinamarca, en la teoría era «una papita para el loro».

El concierto comenzó, pero claro, para los nórdicos: Elkajer puso el 1-0 a los 11′ y nos hizo caer en la realidad a todos. 6-1 marchamos. No paraba de llorar, para peor, mi viejo miraba el televisor y como si estuviese en la tribuna insultaba a los futbolistas, al técnico y al que se atreviera a contradecirlo…

El día después fue peor que la propia goleada porque esos que decían que Dinamarca era «endeble» se llenaban la boca pegándole a Borrás. Fue inolvidable ver al programa Decalegrón, emitido por el viejo Canal 10, que decían: «ay Dina, esa Dina, como jugaba. Vos viste que Dina marca, Dina corre, Dina nos llenó las canastita», palabra más palabra menos.

Las esperanzas se murieron, el Mundial se dejó de existir y casi pasó inadvertido luego de ese papelón.  Llegó el partido con Escocia, oportunidad para al menos dejar atrás la humillación e intentan volver al ruedo.  Poco interés general al menos así lo recuerdo.  Primera jugada, segundos iban, y el pobre Charly Batista, más bueno que el Quacker, llegó a destiempo y levantó por los aires a un rival: roja directa. Era cierta la persecución a Uruguay, lo que no justificaba que jugaban mal.

El partido terminó sin goles y a esperar para ver si ligaba un «mejor tercero»: lo ligó nomás.

Se vino el partido con Argentina. Clásico Rioplatense, uno de los más viejos del mundo. Uruguay ahí sí jugó a cara de perro. La celeste fue mejor; superó en juego al equipo de Bilardo, pero claro, el gol lo hizo Pasculli y Argentina se metió en cuartos.

La victoria argentina me cayó peor que el 6-1 ante Dinamarca. Por segunda vez en el Mundial de México vi a Uruguay jugar a algo, pero esa metida de pata del zaguero Eduardo Acevedo nos costó caro. Perdimos con el rival clásico, encima jugando bien.

Argentina era implacable. Su juego no era vistoso, era más bien una suerte de antifútbol (aunque no creo en ese término) liderado por el jugador más impactante que vi en mi vida: Diego Maradona.

El Mundial se terminó para mí. Deseé con todas las fuerzas del mundo que los brasileños queden afuera: se me cumplió. Quise que Paraguay llegue a la final, que México quede eliminado, que Argentina destroce a los ingleses por lo de Malvinas: el «Diego» me hizo sentir mejor.

Mirando el calendario, viendo que era Argentina contra todos los europeos y pese a la bronca que le tenía a los «porteños» cuando de fútbol se trataba, oí un dicho de mi viejo: «Que la ganen ellos porque son hermanos latinoamericanos». Por única vez le hice caso… la única vez.

Eduardo Acevedo, hoy es entrenador e incluso anduvo por aquí dirigiendo a Banfield. En sus últimos años jugó en la «B» uruguaya. Recuerdo como le gritábamos: «Pasculli te manda saludos» desde la tribuna, éramos los hinchas de El Tanque, unos tres o cuatro aclaro antes que usted compatriota comience a reírse de la antipolularidad del cuadro de mis amores.

@lostribuneros

 

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