Hermosos recuerdos de la calle donde me crié. Allí jugábamos reñidos partidos de fútbol, en pleno centro. La policía nos llevó la pelota. El día que quemamos la bandera.
La calle Santiago de Chile está en un costadito del emblemático “Palacio Municipal de Montevideo”. Es el lugar donde me crié. Durante los años ‘80 estuvo lleno de magia.
Estábamos en una reunión de fin de año, en la redacción, cuando comencé con mis relatos sobre mi infancia y adolescencia vividas en Uruguay. Repentinamente, una de nuestras productoras, Gaby, no pudo con su genio e interrumpió “no chamuyes más negro, mové las piolas que hace años nos prometiste que íbamos a hacer notas en Montevideo”. Esas palabras calaron hondo en mi corazón y durante días dieron vueltas, hasta que de pronto los reuní nuevamente y les di la noticia: “en enero nos vamos”.
Si bien no pudimos ir con toda la banda tribunera, gran parte de los integrantes salimos rumbo al vecino país en busca de notas, y playas.
La experiencia fue fascinante, y por primera vez, pude darme el lujo de contar lo que 30 años atrás sucedía la calle Santiago de Chile, ubicada en el corazón de los barrios Palermo y Sur.
Ni ahí Montevideo era lo que es hoy. En esa cuadra, exactamente, solo un suicida podría atreverse a estacionar su auto, ya que espacio sobraba… en otros lugares, pero no allí porque ahí estaba nuestra “cancha de fútbol”.
Armábamos arcos con ladrillos, pintábamos con tiza o piedras de cal las líneas de fondo y la “goal line”, y a jugar.
Las reglas no eran dictadas por la International Board, ni por el “Fair Play” de la FIFA, sino que eran menos complejas; frenar cuando pasa un auto, mostrarnos respetuosos si tenía patente extranjera, no revolear la pelota por los aires dado que las “viejas” no la querían devolver, y para que la devuelvan teníamos que oír largos sermones..
Si pasaba un presidente latinoamericano, algo muy común, hacíamos un cortejo y le mostrábamos el balón, casi como si fuese un trofeo. Si era «gringo» o de algún país no futbolero no estábamos ni ahí porque no iban a entender la pasión.
Por aquellos tiempos la tecnología no era tan avanzada, y en verdad podría haberse convertido en un obstáculo; falta o penal se cobraba si el jugador caía aparatosamente contra el suelo y con una arteria cortada o con las «tripas» para afuera. En caso de no ser así, se consideraba simulación y se arreglaba con un «¡maricón, qué querés cobrar si no te pasó nada!».
Se cobraba penal cuando teníamos ganas de probar al pateador vs el arquero, ya que había pibes con buena puntería y otros con grandes reflejos.
El reglamento, además, protegía al futbolista en caso de una grotesca entrada que, justamente, podían ser penadas con falta, siempre y cuando el nivel de fractura o daño cerebral impidiese al jugador seguir participando del juego.
El sistema de amonestaciones era bastante estricto; amarilla para que el que comenzaba a lagrimear y amenazaba con contarle a la madre o al hermano mayor, y roja directa si se ponía a llorar en pleno campo de juego. En caso de salir llorando y al rato aparecía con la mamá, se le daban dos partidos de suspensión. Es decir que a la media hora ya había purgado su sanción.
Por lo general yo era el dueño de la pelota, lo que me genero duras suspicacias por parte de mis contrincantes, aunque debo reconocer que ante la duda, siempre los favorecidos éramos nosotros…
Era un mundo totalmente diferente al de hoy. No es que sea mejor, ni peor, simplemente, había menos coches y la tecnología de aquellos tiempos no nos tenía cautivo como nos tiene la de hoy.
Recuerdo siempre al panadero, un gallego gordo y petiso, que lo teníamos loco. La pelota pasaba rebotando contra las paredes de su local –¡Encima de mancharme la pared con los pelotazos, resultaron unos pataduras!– decía furioso.
-¡Ah, no pataduras no!- le respondíamos ofendidos al hombre oriundo quien sabe de qué parte de España. Aunque, en verdad, tenía razón.
Éramos demasiado sensibles a las críticas, en especial yo, el mayor patadura, por eso terminé periodista deportivo.
No tuvimos que envidiarle nada a las grandes ligas europeas, ni a las sudamericanas, que conmovían a veces a la opinión pública por incidentes; la policía debió intervenir en varias ocasiones y tomar medidas drásticas, especialmente, cuando el animal del Eduardo, revoleó la pelota por los aires y le rompió un vidrio a una vecina.
Cierta vez pasó un tamborilero, que necesitaba calentar la lonja, miró para nosotros y nos gritó –bó, botijas ¿tienen algo pa prender fuego?- uno de mis compañeros de equipo le alcanzó la bandera de uno de los dos cuadros grandes. El tamborilero hizo una sonrisa pícara. La prendí fuego junto a una montaña de papel. Pudo calentar la lonja, sin embargo, a una vecina la hizo “encender”.
Al ver la escena, una señora mayor, hincha del equipo de la bandera, me acusó de ser el instigador del hecho y me amenazó con mandarme preso por incitar a la violencia –doña, no puedo incitar a la violencia cuando los 19 que están son hinchas del equipo contrario al de la bandera, y yo soy de El Tanque- además yo no pasaba si quiera los 12 años.
La señora, furiosa retrucó –¡yo soy hincha de *** por lo tanto ya es motivo de violencia esto!- ojalá hubiera corrido así durante toda mi adolescencia.
Un día, estábamos en el calor de una discusión por un polémico penal, juro hasta el día de hoy, 31 años después, que no existió, pero el que lo cobró era guapo y de pocas pulgas. Mejor hacerle caso.
De pronto, entre el tumulto, la acalorada discusión y los empujones, apareció un turista japonés con su camarita colgando del “cogote”. El nipón, mediante señas dijo que el penal existió, por lo tanto, el hombre de unos 56 años, oriundo de Tokyo, Yokohama, Okinawa, o que se yo de donde, tomó carrera y la mandó a guardar. Lo abrazamos todos y asombrados dijimos “el chinito sabe patear mejor que nosotros”. En nuestra fantasía de chicos, ser asiático era símbolo de “patadura”, ahora hablamos de Honda, Kagawa y compañía.
Bueno, Santiago de Chile hoy en dia está llena de autos. Montevideo es una metrópolis.
Otro día voy a contar el “cambio” de estadio y el surgimiento del “Loco Julio”, un grande del fútbol anónimo uruguayo.
Soy Marcelinho Witteczeck, de Tribunero.com
@lostribuneros