La dictadura de los mediocres ha cobrado otra víctima. Nacional de Montevideo despidió este lunes a Pablo Peirano, su entrenador, confirmando una vez más que en el fútbol uruguayo ganar no es suficiente; hay que ganar con glamour, sin clásicos perdidos y, por encima de todo, sin darle un segundo de mala cara a la tribuna.
Peirano fue echado con el equipo LÍDER de la Tabla Anual y con un porcentaje de puntos obtenidos que en cualquier club europeo sería material para erigir una estatua. Pero claro, esto es Uruguay, y Peirano cometió el pecado capital de empatar sin goles ante Montevideo Wanderers.
La derrota, amigos, no se consumó en el campo, sino en el estacionamiento del Parque Viera, cuando el ómnibus del plantel fue recibido por una orquesta de botellazos y proyectiles. La Comisión Directiva, en un acto de valentía sin precedentes (es decir, en un acto de cobardía máxima), decidió que era más fácil echar al técnico que enfrentarse a los 100 energúmenos que hicieron más ruido que el resto de los 30.000 socios.
«La decisión fue unánime,» comunicó el club, probablemente después de que los directivos vieran la repetición de los sillazos y pensaran: «Mejor que se vaya él, no vaya a ser que la próxima bala perdida no sea una botella de plástico sino una bala de verdad que no distingue entre entrenador y dirigente».
Jadson Viera fue anunciado rápidamente como el nuevo salvador, con la misión principal de obtener la Tabla Anual (la que Peirano ya tenía prácticamente asegurada) y, más importante, de lograr que los jugadores sonrían y saluden a la barra incluso si el partido termina 0-0 y el césped está cubierto de escombros.
El mensaje es claro: Nacional es un club donde el rendimiento deportivo es la métrica secundaria. La principal es el índice de felicidad y la baja probabilidad de ser agredido al finalizar el encuentro. Se agradeció el «profesionalismo, compromiso y dedicación» de Peirano. Es decir, hizo todo bien, pero no lo suficiente como para neutralizar la histeria colectiva.
Peirano se va como el técnico que no supo convertir un buen ciclo en una utopía. El club, en cambio, se queda con la certeza de que su verdadera estrategia deportiva es el cambio constante de fusibles hasta que, por suerte o milagro, alguien convenza a la tribuna de que, a veces, el empate es solo un empate y no el fin de la civilización tricolor.
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