Alemania había sufrido una devastación en la Segunda Guerra Mundial tal que, hasta su fútbol, tan grande, debió ausentarse de la Copa del Mundo de Brasil en 1950. En Suiza 1954 pudo por fin participar, pero a pesar de su potencial no parecía candidato al título. Menos si en aquella final del 4 de julio enfrente estaba la plástica y temible Hungría, más allá de tener a su estrella Ferenk Puskas semilesionado.
Y menos aún si en esa lluviosa tarde en el Wankdorf Stadion de Berna los magiares arrancaron para golearlo como en la primera fase. A los seis minutos fue justamente Puskas que abrió el marcador y dos después, Czibor tomó un mal despeje de Kohlmeyer por el estado del campo y marcó el 2 a 0 que casi definía la cumbre.
Pero Alemania ya había probado en este retorno que era de madera fuerte. Dejó afuera al bello Yugoslavia en cuartos de final y barrió a la elegante Austria en semifinales. Y aquí también lo probó. Primero su astuto técnico Seppl Herberger Rediagramó la marcación sobre los mejores rivales. Enseguida Max Morlock alcanzó a tocar un centro de Schäfer y achicó la distancia. Y a los 19, un córner pasado fue a la cabeza de Helmut Rahn que así empató a dos y remontó tan rápido el trámite.
A partir de allí los dos tuvieron chances para desnivelar, pero no lo hacían y el reloj corría hacia el tiempo suplementario, mientras Puskas hacía lo que podía con su tobillo aún inflamado por aquel golpe de Liebrich. Hasta que a los 84 Rahn ingresó al área y batió al arquero Grosics de remate cruzado para un 3-2 y un vuelco impensado. Pero quedaba un episodio más para una real novela. Puskas logró vencer nuevamente a Turek a los 86 y conquistó el merecido empate. Sin embargo, el festejo se borró cuando el árbitro inglés Ling anuló el gol por offside.
Y así como cuatro años antes el Maracanazo de Uruguay, se escribió “el milagro de Berna”, como fue llamada aquella proeza de un equipo alemán que llevaba en su ser la fortaleza de su sufrimiento pasado. Hungría y su belleza y eficacia caían a los pies de estos tanques germanos. Que en lugar de hacer daño como en la absurda guerra, le devolvieron la sonrisa a su pueblo y el prestigio a su fútbol con su primer título mundial.
Diego Martín Yamus
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