El sueño americano a veces termina en pesadilla uruguaya. Que lo digan en la Villa del Cerro, donde el silencio pesa más que los 111 años de historia de Rampla Juniors. El club, aquel «tercer grande» que supo mirar a los ojos a Nacional y Peñarol, acaba de firmar su propio obituario deportivo: el descenso a la Tercera División. Un hito vergonzoso, inédito y con un arquitecto de apellido extranjero: Foster Gillett.
Cuando Gillett y su maletín de promesas desembarcaron en diciembre de 2024, vendieron un paraíso de gestión moderna y dólares frescos. Los socios, acorralados por las urgencias, aprobaron la conversión a Sociedad Anónima Deportiva (SAD) y le entregaron las llaves del club. Fue como darle un lanzallamas a un pirómano en un bosque seco. La promesa de la élite se convirtió, en menos de un año, en un pasaje de ida al amateurismo, la categoría donde Rampla solo había jugado en su año de fundación, en 1914. Un retroceso de más de un siglo en apenas unos meses. Una verdadera proeza de la incompetencia.
La gestión de Gillett fue un manual de cómo desguazar una institución desde adentro. Las promesas de inversión se evaporaron más rápido que el agua en el desierto. Los incumplimientos contractuales se volvieron la norma, no la excepción. Mientras los futbolistas (del plantel masculino, femenino y hasta los juveniles) coleccionaban meses de sueldos impagos, la dirigencia publicaba comunicados que sonaban más a súplicas que a exigencias. Se le rogaba al «inversor» que, por favor, tuviera a bien cumplir con lo que había firmado. Un espectáculo bochornoso.
El resultado deportivo fue la consecuencia lógica del desastre administrativo. Un equipo sin rumbo, sin pago y sin motivación se arrastró por la cancha durante toda la temporada. Cada derrota era un clavo más en el ataúd del «Picapiedra». El golpe de gracia, la caída ante Atenas de San Carlos, no fue una sorpresa, sino el final inevitable de una lenta y dolorosa agonía. Dos descensos consecutivos, de Primera al infierno de la «C», para un club que se creía a salvo.
Ahora, Rampla Juniors es un fantasma. Sin los ingresos de la televisión, sin patrocinadores serios y con una deuda que supera los 90.000 dólares solo con su gente, el futuro es un abismo. La hinchada, estafada y furiosa, empapela el barrio con la cara del responsable, mientras la Asociación Uruguaya de Fútbol interviene para evitar que el incendio consuma todo.
Lo más perverso es el riesgo patrimonial. Si la SAD de Gillett, tras completar su obra destructiva, decide simplemente abandonar el barco, las deudas recaerán sobre la Asociación Civil. El patrimonio del club, incluyendo sus valiosos terrenos frente al Río de la Plata, queda expuesto. El negocio perfecto: llegar como un salvador, vaciar el club y dejar a los socios pagando la cuenta del funeral.
Foster Gillett no solo llevó a Rampla a su peor fracaso deportivo. Lo humilló, lo vació y lo dejó al borde de la desaparición. El «tercer grande» hoy es un ejemplo de cómo una promesa de modernidad puede ser, en realidad, el más cruel de los engaños. En la Villa del Cerro no lloran solo un descenso; lloran una traición.