Era el año 1997. Tiempo me sobraba. Tenía un amigo uruguayo, fanático del fútbol, que vivía en Buenos Aires de larga data. Sin embargo, los años no hicieron mella en su pasión por el equipo de su patria. Ni tampoco en su acento.
Era mozo de un bar. Un tipo de lo más simpático. Era todo un ejemplo de cordialidad. Honesto como pocos, a tal punto, que el 70 por ciento de la clientela que frecuentaba el lugar eran clientes suyos. Uno de ellos era yo.
De tanto pedir café con leche se formó una amistad. Washington solía terminar su turno y se prendía a jugar al fútbol conmigo. Lo solía llevar a partidos con los muchachos del barrio, luego comíamos un asado.
Washington pegó onda con mis amigos también. Formamos un vínculo de aquellos. Poco a poco lo fui invitando a mi casa. Luego él a la suya. Vivía muy lejos. Tenía parrillero donde comíamos unos asados a la leña que eran deliciosos.
El trabajo en el bar es sacrificado. Aún más si las tres cuartas partes del negocio era él. Era una suerte de Maradona, Cristiano Ronaldo o Messi de la bandeja. Cada tanto venía a dormir a casa si había demasiado movimiento en el negocio. La idea era para no perder tres preciosas horas entre ida y vuelta.
Estaba enamorado de una clienta. No se animaba. Ella era muy bonita. Era una profesional. Se tiraba abajo alegando que era un pelagatos.
Lo convencimos. Fuimos acercándonos a la dama. Empezamos a seducirla y se la dejamos servida a Washington. Comenzaron a dialogar. Se lo veía nervioso. Ella le confesó que estaba en pareja, pero que no le importaría tener una historia clandestina con él.
Ella era médica. Trabajaba mucho pero se las ingenió para establecer un horario de encuentro con el oriental. Su partener era celoso y dominante.
A todo esto, la pasión por el fútbol lo podía al charrúa. Solíamos decirle «¡Qué hacés bolsilludo!» y darle un abrazo. Se ponía rojo de bronca. Era enfermo de Peñarol.
Un día el equipo de sus amores, en ese 1997, avanza en la Copa Libertadores y le toca jugar ante Racing, en Avellaneda. Por la ida los mirasoles habían ganado 1-0.
Nunca había visto un partido de Peñarol en vivo y en directo. Me seducía la idea de ir y le propuse.
-Negro ¿vamos?
Yo era estudiante y mis recursos económicos no eran de los mejores. Tenía 22 años por aquellos tiempos. Washington, 32.
El oriental, mal de plata no estaba. Se llevaba suculentas propinas. El dueño, además, le daba una comisión por determinados menús vendidos. Vivía lejos sí, en zona oeste, pero la casa era suya. Estábamos en el barrio de Flores. Viajaba en tren y luego tomaba un colectivo para llegar a su hogar.
-Miramos el partido en Avellaneda. Luego te venís a casa- le propuse. Éste aceptó.
Viajé durante una hora hasta el Cilindro de Avellaneda. Me comí una larga fila, interminable. Una hora y media después logré el objetivo: conseguí las entradas para ver a los «Peña».
Llegué triunfante al bar. La cara del negro era tremenda. Estaba desencajado. Furioso con la vida.
– ¡Quiere que nos veamos esta noche! Le inventó una guardia al novio.
-La p* madre, Negro. Me comí como cuatro horas. No importa. Está que se parte esa mujer. Es un infierno.
Me fui a mi casa con la idea de que iba a ver el partido. Estaba recostado en mi cama. No tenía ganas de estudiar. Prendí la tele para mirar un canal de deportes. De pronto sonó el teléfono, era el Negro.
-¡Vamos a la cancha! ¡A mi manya no lo cambio por nada ni por nadie!
El Negro anduvo un año detrás de ese monumento de mujer. Entre que se tiraba abajo. Luego que no se animaba, hasta que lo ‘animamos’.
Llegó la hora salir hacia Avellaneda. Tomamos un bondi a Constitución para ir más rápido, y de allí otro hasta el Cilindro.
En el viaje el uruguayo estaba ilusionado entre tanta desazón; se había puesto furiosa la mujer.
-¡Andá a cog… a tu Peñarol!- le respondió indignada y sin rodeos.
Atiné a largar la carcajada. Lloré de la risa.
-Hoy ganan ustedes. Esos amargos de Racing son puro ruido.
Entramos mal a la cancha. Minuto cuatro de juego y el «Mago» Capria (que años después jugaría en Peñarol) puso el 1-0. La cuestión es que el partido acabó así. Fueron a los penales.
Los nervios de Washington, hombre que tenía la camiseta, el gorro y una bufanda de los peñaroles, eran elocuentes.
El «Caballo» De los Santos erra su penal. Pero Racing no se queda atrás. Sin embargo, el penal que forzaría el «uno a uno» fue mal tirado por el «Lucho» Romero. Afuera. Eliminados.
La manera desconsolada de llorar de ese hombre me conmovió. Era una piltrafa humana.
-¿Por qué Peñarol, por qué mi hiciste esto?- se preguntaba una y otra vez. Otros hinchas, sin conocerlo fueron a consolarlo.
-Le va a dar algo a este muchacho- decían entre lágrimas
Salimos del estadio. El negro optó por tomarse un remis, sin importarle el costo, me dejó en casa y siguió hacia la suya que estaba detrás de Moreno.
No contestaba el teléfono. Debí viajar para ver que era de su vida. El Gallego Manolo, dueño del bar estaba muy mal. Washington no faltaba desde hacía doce años. Me dio para un remis y salí urgente.
Toqué timbre por largo rato. Busqué a unos vecinos. Un jubilado tenía la llave y entramos. El Negro volaba de fiebre. No paraba de llorar y de decir «Perdió Peñarol».
Fue conmovedor a tal punto, que para fin de año viajamos juntos. Nunca había ido a Montevideo. Fuimos para el partido que le dio el Quinquenio. Fue una fiesta que jamás olvidaré. Me enamoré de Uruguay. Me hice fanático de… Huracán Buceo, y fue mi gran pretexto para cruzar el charco cada vez que podía.
Finalmente la vida dio revancha. El Negro se casó con la doctora. Ella puso un consultorio en Almagro y compraron un departamento en esa zona. Pasó a viajar 20 minutos todos los días. Su casa en zona oeste quedó para los fines de semana, especialmente para mí y mi novia de aquellos tiempos.
La vida es como el fútbol, siempre da revancha. Somos amigos hasta el día de hoy.
Juan DG
@lostribuneros