El guion estaba escrito. Morumbí, esa catedral del fútbol brasileño, se vestía de gala para una noche de epopeya. La torcida, con su fervor incansable, había pintado el estadio de rojo y negro. La misión: remontar un 2-0. El rival: un equipo ecuatoriano llamado Liga de Quito, que a decir verdad, pocos en Brasil se molestan en pronunciar bien. El ambiente olía a historia, a épica, a la promesa de una victoria que se cantaría por años.
Pero el fútbol, como la vida, no entiende de guiones. Y menos de los escritos por el hincha optimista.
El partido fue un monólogo de la frustración. El Sao Paulo, con la pelota pegada al pie como si fuera una extensión de su cuerpo, se dedicó a atacar, a martillar, a asfixiar. Pero era un martillo de goma. Un boxeador que lanza mil golpes al aire, pero nunca impacta. Tuvieron de todo: remates al travesaño, tiros que se iban a la luna, atajadas que solo se ven en los videojuegos. A cada oportunidad fallida, el grito de gol se ahogaba en la garganta y se convertía en un gruñido.
Y en el otro lado, ¿qué teníamos? A la Liga de Quito, un equipo que se plantó con la solidez de un muro de hormigón. Y no era un muro cualquiera, era uno con un portero que parecía tener ocho brazos. Gonzalo Valle, ese arquero, se convirtió en un héroe inesperado. Paró todo lo que le tiraron, con la suerte del campeón y la habilidad del predestinado. Desvió balones que ya entraban, se estiró hasta límites imposibles y, en cada atajada, le robaba un pedazo del alma a la hinchada paulista.
Pero lo más ácido, lo más cruel, fue la estocada final. Mientras Sao Paulo seguía con su monólogo ineficaz, una jugada aislada, un respiro del asedio, se convirtió en la sentencia de muerte. Un contragolpe simple, una pelota que encontró a Jeison Medina, y de la nada, un silencio que heló la sangre. El Morumbí se apagó. El grito de gol de los ecuatorianos, un murmullo lejano y casi fantasma, fue la bofetada final.
La eliminación no duele solo por el resultado. Duele por la forma. Por la sensación de que, a pesar de tenerlo todo a favor, se dejó escapar la oportunidad. La ineficacia se convirtió en el verdugo de un equipo que, por más que dominó, no supo cómo meter la pelota en el arco. Los silbidos finales, la gente marchándose con la cabeza baja, y el sabor amargo de la derrota en casa.
La Liga de Quito no vino a jugar bonito, vino a clasificar. Y lo hizo. Con disciplina, con suerte y con un arquero que se agigantó. Mientras tanto, el Sao Paulo se queda con la estadística de la posesión, el dolor de la eliminación y el recuerdo de una noche en la que la épica se quedó en el guion. Un guion que, como una película mala, nadie va a querer ver otra vez.