No sólo ya no puede vivirse el súper Boca-River copero con alegría, debido a los incidentes del sábado. Una vez más, la Argentina produce, en lugar de una fiesta del fútbol, una vergüenza a los ojos del mundo, como tantas otras a lo largo de los últimos años en otras cuestiones. Pero peor es el papelón organizativo y dirigencial. Después de la suspensión por la lluvia de la final de ida, que tardó lo inexplicable en decidirse, lo de ayer. Idas, vueltas, reuniones interminables de mil horas cuando el sentido común gritaba basta a tanta locura y estupidez. Decisión tras seis horas, reprogramación, jugadores lesionados y shockeados, reuniones en Boca para ver qué postura tomar. Y este domingo, de nuevo el desatino. Otra vez suspensión cuando hacía media hora que hinchas de River habían entrado a su cancha, el Monumental, a ver de una vez la maldita final. Qué pasó, qué no, quién es culpable, quién inocente, ya no importa. Todos, absolutamente todos, salieron perdiendo la final. Más que perder, dejaron un ridiículo lamentable e inolvidable.
Diego Martín Yamus.
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