La alegría y el dolor son comunes a la vida humana. Si no existiesen no seríamos seres de carne y hueso. Pero que ambos se manifiesten juntos y tan claramente como fue este domingo por el título de Argentina, seguro que es más difícil de encontrar. Es que sólo el fútbol, sobre todo el de un Mundial, lo puede como puede con cualquier sentimiento, hasta con los negativos. Y así se vio en Buenos Aires y el resto del rico país en cada uno de sus habitantes, desde niños a los más veteranos.
Un título del Mundial no se consigue todos los días. La prueba fueron estos 36 años de intentonas y fracasos de la Selección. Entonces fue llamativo, pero más que lógico que mucha gente, ni bien Gonzalo Montiel marcó el penal del triunfo sobre Francia en la infartante final, primero explotó de alegría, lo más tradicional. Y enseguida lloró por tanta emoción futbolera, y ésta le disparó recuerdos o presentes amargos de otras cuestiones, como seres queridos partidos o situaciones de la dura realidad social actual.
El fútbol, ya sabemos largo, arrasa todo lo que hay en nuestro corazón. Aunque un médico no lo diga oficialmente, se puede aseverar que también es perjudicial para ese delicado órgano de nuestro cuerpo, más que las grasas, el sedentarismo o el colesterol. Este domingo en la Argentina, como pocas veces y como hace mucho no se veía, el pueblo dejó correr lágrimas por su rostro. De felicidad mezclada tal vez con añoranzas de su pasado. Como la final, la mente nuestra parece una definición por penales. Messi y sus brillantes compañeros ni imaginaban que despertarían tal cóctel de sentimientos. Bueno, un cóctel que esperó 36 años. Una alegría y, también, una emoción llorosa que fue rara y lógica a la vez.
Diego Martín Yamus.
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